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"Derrapar" ¿Cómo volver atrás y reparar el daño?

Por Corina Valdano

23 de diciembre de 2017

Recalculando...

Hay circunstancias en la vida en donde desearíamos con cuerpo y alma volver el tiempo atrás… Pueden ser múltiples las situaciones en las que nos sentimos “derrapar”.

Derrapamos cada vez que nos comportamos de maneras que nos llevan casi de inmediato al arrepentimiento, cuando tenemos esos vacíos de conciencia durante los cuales actuamos de formas que no tienen nada que ver con la imagen de nosotros que quisiéramos tener o que deseamos que los demás tengan de quienes somos.

Derrapar es deslizarse, resbalar… A veces, una mala maniobra, un impulso o un arrebato nos lleva a la banquina y en lugar de enderezar a tiempo, terminamos dando vuelcos, lastimados o dañando a otros por un segundo de inconsciencia en donde la emoción nos nubla la razón. Como solemos decir en mi país... cuando "se nos sale la cadena" obramos de maneras que al cabo de un rato nos averguenza.

Podemos ansiar volver el tiempo atrás...

  • para pensar antes de hablar...
  • para no cometer ese maldito error que se torna evidente cuando se nos pasa el segundo de estupidez...
  • para no mandar ese bendito WhatsApp que tecleamos en un momento de arrebato...
  • para deshacer el email que acabamos de enviar sin reflexionar...
  • para frenar antes de estrellarnos contra ese tapial de material que “no sabíamos” que dolería tanto...

No hay ser humano que no haya pasado por alguna de estas circunstancias…

¿Por qué?

Porque detrás de la corteza cerebral, que es nuestra parte más evolucionada, anida otra parte más primitiva, visceral e impulsiva que no nos diferencia en nada respecto de cualquier otro animal no humano. Cuando esa parte actúa por sí sola, sin participación de la corteza cerebral, que ayuda a razonar, a suavizar y a mesurar nuestros comportamientos… el resultado las más de las veces es ¡derrapar!

No hay ser humano que no haya pasado por algunas de estas circunstancias…

¿Por qué?

Porque aquí no me refiero al daño intencional o al comportamiento disfuncional propio de una persona que necesita un abordaje profesional. Me refiero a la persona común, que piensa, razona y funciona adecuadamente pero ocasionalmente “derrapa” ante una situación puntual, en donde lo que yace detrás no es maldad ni enfermedad mental sino torpeza, ignorancia, arrebato, hasta ¿por qué no? exceso de entusiasmo o ansiedad que hace que digamos o hagamos cosas inapropiadas o desacertadas en determinadas circunstancias.

Esa ceguera emocional, esa falta de control sobre sí hace que lo evidente se torne inexistente, y que no tengamos registro ni de las consecuencias de nuestros dichos o acciones, ni como se verá afectada la sensibilidad ajena sobre quien va dirigida nuestra imprudencia.

Dos perfiles del derrapador

  • Por un lado, las personas que “resbalan” de manera extraordinaria en donde se desconocen a sí mismas dado su perfil de personalidad demasiado medida y racional. A veces la magnitud del error o el "derrape" es mayor porque las personas que solo viven en su cabeza, cuando “no cuentan con ella”, no saben cómo lidiar con la emoción, les resulta una especie de "hierro caliente" que expulsan como primera reacción sin mediar reflexión.  Además, de tanta emocionalidad contenida y reprimida, cuando expresan lo que sienten, exageran la intensidad porque venían conteniendo mucha emocionalidad. Como las emociones no son su fuerte, cuando no cuentan con su mente fría, como diría mi abuela: “le sale el tiro por la culata…” .
  • Por otro lado, aquellas otras personas que van con los patines puestos por la vida y se arrepienten de lo que hacen o de cómo lo hacen después de patinar una y otra vez en el mismo lugar… Son como topadoras que se mueven únicamente por la emoción, que dicen "hacer lo que sienten" y como toda exageración termina siendo perjudicial. Repiten y repiten lo que esporádicamente sería intrascendente pero gota tras gota satura cualquier recipiente y colma la paciencia del más paciente. Es la típica persona que siempre hace un chiste fuera de lugar, comenta demás, dice de más, actúa de forma poco idónea, cede a sus impulsos como quien se entrega a una gran pasión… y se arrepiente minutos después...            El problema es que este perfil de personas sufre una especie de “amnesia” que hace que al cabo de un tiempo repitan de nuevo aquello de lo cual se arrepintieron y hasta pidieron disculpas. Y claro está: no hay aprendizaje si no hay una clara asunción de responsabilidad o una gran lección detrás, como la pérdida de un amor, de una amistad o una oportunidad como consecuencia de su impulsividad.

Remediar lo remediable siempre está a nuestro alcance

Primero voy a referirme a reparar, cuando es posible, las consecuencias de un mal obrar y luego de cómo prevenir estos derrapes que tanto nos pueden costar.

Podemos remediar solo aquello que asumamos con conciencia. Responsabilizarnos del daño ocasionado es el primer paso que tenemos que dar si es que sentimos genuino arrepentimiento. Trascender el orgullo, nos permite acercarnos a ese otro u otros y decir con el corazón en la mano y la cabeza bien en alto “lo siento”. Pongo esas palabras entre comillas para diferenciarla de la palabra casi automática que nos sale cuando pedimos “disculpas”. En este último caso estamos rogando que nos eximan de la culpa, es una expresión que nace en el egoísmo, en el intento por aliviar nuestro pesar, más que de un verdadero sentimiento de ponernos en el otro lugar y sentir cómo se siente estar en esos zapatos. Cuando sentimos a la par con alguien”, estamos sintiendo empatía, desde la noble actitud de reconocernos semejantes y compartiendo la misma humanidad.

Decir “lo siento” debe ir de la mano de la clara convicción y compromiso de no volver a cometer el mismo error.

Y si hay algo que pueda ser remediado, tener la disposición y valentía para tomar acción: aclarar ante alguien una confusión, limpiar el nombre de quien quedo involucrado, abrazar, reponer, compensar…Y si no es posible, porque la persona ya no está presente, porque lo dañado no tiene vuelta atrás o porque nos llevó tiempo madurar el error, podemos hacer una especie de donación de una buena acción que nos ayude a purificar y balancear el desvío ético que no nos deja descansar en paz: colaborar en alguna institución, ayudar a alguien, regalar nuestro preciado tiempo, tener un buen gesto. Se trata de sembrar una buena semilla donde antes había una maleza y por lo tanto una mala cosecha.

¡Advertencia!

Una forma torpe e inmadura de disculparnos es minimizar el daño y restarle importancia a la acción cometida o las palabras dichas. Si bien esta actitud es más propia de la energía masculina no es necesariamente exclusiva de los hombres. Cuando uno reconoce que ha "derrapado", por favor abstenerse de la tentación de decir la famosa frase no fue para tanto, estas palabras embarran más de lo que aclara el panorama y es una clara subestimación a lo que el otro está sintiendo como consecuencia de una inmadurez emocional. Asumir clara responsabilidad es encontrar formas más adultas de iniciar una conversación de reconciliación o acercamiento.

Cómo prevenir el "derrape"

Prevenir supone asumir que hay una tendencia propia de la que nos tenemos que cuidar. Y esto incluye a cualquier ser humano, porque como les decía en un comienzo, el cerebro visceral, emocional, también llamado “reptiliano”, es propiedad de cada uno de nosotros y bien sintonizado con las demás partes de nuestro cerebro, componen una afinada melodía, pero por sí solo ¡es un mono con navaja! si actúa en situaciones inadecuadas.

Este cerebro primitivo tiene muchas ventajas, es el que nos salva cuando está en riesgo nuestra vida, es el que se encarga de pisar el freno cuando estamos por atropellar a alguien, sin detenernos a pensar si la otra persona cruzo en luz verde, si sería o no lo indicado frenar. Cuando se trata de resolver una situación en una milésima de segundo, el pensamiento entorpece y demora la acción. No pensar aquí es funcional.

En cambio, en el contexto al que me refiero en este artículo, la acción “sin filtro” es completamente disfuncional y deja en evidencia aspectos nuestros que tenemos que trabajar. Tanto si hacemos caso omiso de nuestro mundo emocional como si estamos dominados por las emociones, ambos extremos son exageraciones que requieren atención. La forma de trabajarlo es comenzar a “auto-observarnos”.

Una buena estrategia es preguntarnos: ante qué situaciones, ante qué personas, en qué contextos, ante cuánto estrés y cansancio soy más proclive a tener este tipo de derrapes.

El ejercicio de observarnos a nosotros mismos en la vida cotidiana como hábito, permite ir instalando una instancia lúcida con la que necesitamos contar: nuestra capacidad de discernimiento, para evaluar qué decir y qué no, qué es apropiado y qué desubicado, para "leer" la situación y manejarnos con empatía e inteligencia emocional.

Pausar, mirar hacia adentro y leer el contexto antes de actuar no es algo utópico, es fruto de desarrollar la inteligencia emocional que como un músculo se entrena y se fortalece con el uso y la repetición. Si no podemos solos, pedir ayuda profesional es el primer paso emocionalmente inteligente para preservarnos a nosotros mismos de nuestras equivocaciones y cuidar a los demás de las consecuencias de nuestros actos más precarios.