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Sabiduría Oriental para aprender a vivir mejor

Por Corina Valdano

28 de junio de 2019

Aceptar lo que "es", nos aliviana

Tenemos tanta agudeza y sagacidad para darnos cuenta de todo aquello que no podemos, que nos falta, que nos falla o podríamos hacer mejor. Tanta precisión para destacar lo que desearíamos que sea distinto en nuestras vidas. Y una gran habilidad para idealizar e imaginar “que sería si…”, que hubiese sido si… esto o aquello se nos daría, de pronto aparecería, volvería o se concretaría.

Como dice la canción “Lucia” del Nano Serrat:

"No hay nada más bello que lo que nunca he tenido ni nada más amado que lo que he perdido…"

No hay frase que represente mejor la tendencia que tenemos como seres humanos a mirar hacia atrás y añorar, y a mirar hacia delante y ansiar. Nuestra mente divaga entre el pasado que no vuelve y el futuro incierto que se escapa cada vez que deseamos dominarlo o controlarlo. Y mientras tanto, el presente se despliega ante una mente inconsciente que no se da cuenta que la vida no es como deseamos que sea sino como “es”.

¿Y Cómo es la Vida?

Aunque queramos evitar reconocerlo todo lo que nos rodea y la vida en sí misma es impermanente, es desprolija, es injusta, cambiante e incierta, es imprevisible, fortuita, aleatoria y también azarosa.

A veces deseamos congelar momentos buenos que se nos escapan de entre los dedos cuando queremos retenerlos. Otras veces buscamos rehuir despavoridos de momentos adversos o de aquello que no nos gusta, no queriendo reconocerlos como parte inherente de la vida que a todos, absolutamente a todos nos toca atravesar.

Nos cuesta aceptar que no tenemos manera de evitar el dolor, la insatisfacción, la enfermedad, la vejez, la muerte y el malestar. Es decir la parte de la la vida que quisiéramos obviar.

Del mismo modo, tampoco está a nuestro alcance retener la juventud, el placer, la satisfacción, la salud, el deleite y las "buenas rachas" en donde sentimos que nada podría salirnos mejor. Y desde esta visión parcial, nos apegamos a lo deseado como quien no quiere desprenderse de lo que inevitablemente, también pasará, nos gusté o no.

Los invito a pensar momentos de sus vidas en donde tanto lo aquello que llamamos "lo bueno” como aquello que llamamos "lo malo”, se desvaneció como nieve en nuestras manos, en una especie de alternancia donde la inconstancia es la que manda.

Cuando no comprendemos esta ley universal nos las pasamos corriendo tras el placer y huyendo del displacer, como hámster que no pueden parar de correr en esa rueda de la vida que va a toda velocidad sino hacemos las pausas necesarias para disfrutar de lo único que tenemos garantía: quienes estamos siendo hoy y la vida tal cual se nos presenta momento a momento, con lo que tiene de bueno y con lo que no.

Desconocer esta realidad nos genera continua desilusión, porque raras veces las cosas salen tal cual uno esperaba o las idealizó alguna vez cuando imaginó cómo sería su vida unos años después. Esta manera tan estructurada de posicionarnos con soberbia ante la grandiosidad que está mucho más allá de nuestras limitadas fronteras, nos llena de bronca y resentimiento a lo real que está en frente nuestro. Como niños pataleamos porque no aceptamos que las cosas sean como son y perdemos nuestra energía vital en querer enderezar lo que vemos torcido o en renegar con lo que no podemos cambiar en lugar de aceptar cada una de nuestras circunstancias sin juzgarlas como buenas o como malas.

¿Cómo posicionarnos con sabiduría ante estas evidencias?

La respuesta es decidir dar lo mejor de sí, como quien ajusta las velas en lugar de luchar contra el viento o pelear con el océano no reconociéndonos como apenas gotas de una gran inmensidad que nos trasciende y nos abarca.

Aceptar la herida narcisista de que no tenemos todo el poder que desearíamos, de que estamos atravesados por la falta y la insatisfacción, nos cuesta una enormidad y nos desgasta hasta dejarnos extenuados de tanto luchar en vano. Porque cuando acomodamos de acá, se nos desacomoda de allá. Los patitos en fila son imposibles de adiestrar en la vida real de todos los días.

Cuando todo parece estar perfecto, de repente la Vida nos recuerda que apenas son instantes que si estamos distraídos pensando en lo próximo que vendrá o preocupados por lo que aún no está, se nos escapan o se nos pasan por alto.

En esta ruleta llamada Vida, a veces nos toca llorar, otras nos colma de felicidad.

En la cultura occidental nos cuesta abrazar el tiempo presente. Pensamos que “rendiremos” más si estamos atentos a mirar más allá, a detectar posibilidades que no queremos dejar escapar. Y caemos en la trampa de apegarnos a los resultados que deseamos. Sin embargo, cuando lo real aparece arrasando con el ideal que está en nuestra mente… sentimos que perdimos sin reconocer que lo único cierto y valeroso fue el camino transitado en cada pisada que dimos.

Entonces… ¿Está mal tener objetivos y pretender resultados?

Por supuesto que la respuesta es no. Los objetivos nos llenan de vigor, de ganas de seguir andando. Lo que nos daña es el apego a que las cosas nos salgan tal cual las planeamos y nuestra resistencia a re-pensarlas si las circunstancias cambian.

Cuántos objetivos quedaron frustrados por resistirnos a flexibilizar mientras vamos andando y reconociendo que nada permanece en el mismo lugar. Es más, no solo los escenarios cambian, cambiamos también nosotros… Así, lo que nos pareció una genialidad tiempo atrás, hoy podemos pensarlo distinto y lo esperable es ajustar los objetivos a quienes estamos siendo hoy más que sostener desde la terquedad una idea prestablecida que ha quedado fija en nuestra cabeza. No es la meta no cumplida lo que puede llegar a generarnos dolor sino nuestro apego a que se mantenga tal cual la pensamos tiempo atrás. Entonces, retomando la pregunta inicial, no son las metas las que tienen que quedaran por fuera sino nuestra manera de relacionarnos con ellas.

Es nuestra manera de vincularnos con lo que va aconteciendo y no lo que va aconteciendo lo que nos genera mayor sufrimiento. Resistir lo que es y no aceptar que las cosas sean distintas a cómo las que proyectamos, nos hace resentir y pelear con lo que no podemos cambiar.​

¿Cuál sería la mejor actitud?

La mejor actitud es aceptar que las cosas son como son, y esto incluye a las personas que queremos cambiar. Las personas van a ser igual a menos que ellas quieran evolucionar, aunque con insistencia les digamos desde nuestra ignorancia “que están equivocadas”, sintiéndonos los dueños de la verdad, no es a nosotros a quienes nos corresponde “alinear” lo que a nuestra apreciación deberían cambiar.

Cada quien viene a esta vida a transitar sus propios aprendizajes, y en eso no podemos intervenir. Tanto los demás como nosotros tenemos nuestros tiempos. Es por eso que, aunque nos cueste no señalar con el dedo y juzgar lo que está bien y lo que está mal, o debatir quien es el dueño de la Verdad, debemos dejar que cada quien e incluso nosotros mismos vayamos descubriendo nuestro propio camino de evolución.

La única y más grandiosa posibilidad que tenemos a nuestro alcance, es la “actitud” con la cual elegimos posicionarnos ante lo que resulta inevitable

Aunque tengamos o nuestras personas amadas tengan que chocar una y mil veces contra el mismo tapial para darnos o darse cuenta que no era por allí y que era por allá, necesitamos aceptar lo que no está a nuestro alcance modificar.

Hay un proverbio africano que con la más simple sabiduría nos deja una enseñanza que nos quitan las ganas de cambiar a los demás y de apresurarnos a cambiar a destiempo lo que todavía necesitamos madurar:

“Se puede llevar el buey al río, mas no se le puede obligar a beber”

Es decir, podemos aconsejar, sugerir, proponer, hasta forzar a beber pero si el buey se niega nada podemos hacer. Del mismo modo, pueden llevarnos otros a nosotros hasta el arroyo pero si no queremos, tampoco los demás podrán forzarnos u obligarnos a beber de aguas que no queremos degustar.

Cada quien tiene su momento para darse cuenta, para dejar de sufrir de más no aceptando la realidad tal cual se nos presenta. Si forzamos a otros podemos resultar invasivos, intrusivos, hasta dañar la relación y generar lo opuesto a nuestra intento. Del mismo modo, si los demás nos exigen a nosotros podemos alejar a quienes con “buena intención” nos quieren mostrar el camino que quizás no aplica para nosotros.

Los aprendizajes de vida son propios y es aquí donde no podemos interferir. Podemos estar “ahí” para acompañar, abrazar pero no dirigir. Nadie, absolutamente nadie es dueño de la Verdad, ni de las propia ni de la ajena. Porque como seres humanos limitados y vulnerables solo vemos una “parte” de la gran “foto” universal que aunque quisiéramos no llegaríamos a contemplar siendo lo que somos: humanos imperfectos haciendo lo mejor que podemos.

Como seres humanos limitados solo vemos una “parte” de la gran “foto” universal que aunque quisiéramos no llegaríamos a contemplar siendo lo que somos: humanos imperfectos haciendo lo mejor que podemos.​

Una parábola sufí atribuida al poeta Rumi, nos ayuda a comprender que cada quien apenas ve una hebra del gran tapiz sideral. Se preguntarán ¿Por qué uso en este artículo tantas parábolas? Porque las ideas que les estoy compartiendo propias de la cultura oriental no son fáciles de asimilar en nuestra cultura occidental. Lo novedoso y lo resistente a una mente demasiado estructurada, se recibe mejor desde los cuentos y desde las fábulas.

Seis hindúes sabios, quisieron saber qué era un elefante. Como eran ciegos, decidieron hacerlo mediante el tacto. El primero en tocar al elefante, acarició su lomo y dijo: “Ya veo, es como una pared”. El segundo, palpando el colmillo, afirmó: “Esto es tan agudo y liso que el elefante es como una lanza”. El tercero tocó la trompa retorcida y exclamó: “El elefante es como una serpiente”. El cuarto extendió su mano hasta la rodilla y dijo: “Está claro, el elefante, es como un árbol”. El quinto, que tocó una oreja alegó: “Cualquiera se daría cuenta de que el elefante es como un abanico”. El sexto, tocó la oscilante cola y aseguró: «El elefante es muy parecido a una soga».

Así, los ciegos debatieron largo y tendido, cada uno excesivamente terco defendiendo su propia opinión y, aunque todos estaban parcialmente en lo cierto, a la vez ninguno poseía la absoluta verdad.

Esta idea jamás podría haber tenido cabida en nuestro pensamiento occidental, que se debate por quien tiene la Verdad. Sin embargo, esta maravillosa paradoja plasmada en esta historia demuestra que, aunque una persona diga blanco y la otra diga negro, ambas pueden equivocarse y tener razón al mismo tiempo. Nadie puede estar en posesión de una única Verdad: cada uno aportará su propia visión sobre el mundo según sus experiencias. Aunque superficialmente pueda parecer que las visiones se contradicen, en verdad son verdades parciales que forman parte de una realidad mucho más compleja que no alcanzamos a vislumbrar porque no vemos la figura completa.

Cuando no nos apegarnos a los resultados, aprendemos a bailar el tango con la naturaleza siempre cambiante de nuestra existencia y nuestro paso por esta tierra​

La conclusión no es “resignarnos” a lo que hay, sino tener la flexibilidad para “volver a signar” cuando las circunstancias cambian. Aprender también a desarrollar la suficiente humildad para reconocer lo que nos trasciende y no está a nuestro alcance cambiar y en su lugar, invertir nuestra energía en lo que sí está en nuestras manos decidir.

Cuando no nos apegarnos a los resultados, aprendemos a bailar el tango con la naturaleza siempre cambiante de nuestra existencia y nuestro paso por esta tierra. Cuando aprendemos a vivir desde esta sabia filosofía ancestral, nos ahorramos mucho del estrés innecesario con el que lidiamos a diario en la actualidad.