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El Apego al Sufrimiento

Por Corina Valdano

8 de julio de 2017

Si existe una realidad más que evidente es que nadie escapa a la experiencia de dolor. Todos hemos de pasar por esa emoción, más de una vez en la vida. Pero muy distinto es pasar…a quedarse a vivir ahí, encadenados sin lograr avanzar.

Cuando el dolor viene para quedarse, es porque le hemos dado un lugar de exclusividad y la autoridad para comandar y dirigir nuestra existencia. Con soberbia, colorea la totalidad de nuestras vivencias, inclusive aquellas que bien podrían ser disfrutables.

Cuando rendimos culto al dolor, hacemos de una emoción un sentimiento desolador de sufrimiento y angustia existencial. Desde allí, todo se aprecia de color gris y nos volvemos hábiles para justificar y argumentar por qué nos sentimos como nos sentimos, cuando en verdad estamos aferrados, atrapados de pies y de manos en la esclavitud de dar por sentado que siempre nos vamos a sentir así…

Hacemos de la película de nuestra vida una “foto” que ha quedado detenida en una noticia que nos conmovió, en una experiencia abrumadora, en una separación dolorosa o en una época pasada que es permanentemente reactualizada. Cada vez que con la mente volvemos allí, enmarcamos esa foto y hasta la colgamos como decorado en un lugar destacado de nuestro patrimonio emocional.

El dolor fértil y sanador

Toda emoción tiene su utilidad si reconocemos la impermanencia de su naturaleza. Así el dolor se vuelve útil y absolutamente necesario cuando nos sumerge en un repliegue interior para lograr una reintegración personal luego de un suceso conmovedor o de una crisis existencial que nos demanda pausar y detenernos a mirar aquello que anda mal. Esa es la funcionalidad de esta emoción básica y tan necesaria para nuestra ecología mental.

Ahora bien, lo funcional se vuelve disfuncional cuando del dolor útil hacemos un sufrimiento inútil.

El sufrimiento innecesario y exagerado

Cuando no avanzamos capítulos en el libro de nuestra vida, nos identificamos con ese estado emocional. Es decir, fijamos nuestra identidad en esa emoción que debería circunstancial y desde esa adherencia “Somos” nuestro pesar. Ya no tenemos esa emoción, sino que la aflicción nos tiene a nosotros y decide por nosotros.

Tomar conciencia de esta invasión es el primer paso para empezar a desintoxicarnos. Cuando estamos absolutamente apegados a nuestro drama, no logramos tomar la suficiente distancia para apreciar con lucidez y recuperar el lugar de comando emocional.

Una vez nos damos cuenta, le sigue una decisión que será fundamental: estar dispuestos a abandonar ese lugar. Si bien nadie quiere sufrir, todos tendemos a acomodarnos a los estados a los que estamos acostumbrados. Esa pereza anímica dificulta la actitud activa que implica sacar los velos de la ilusión que no nos permiten ver nada más allá de nuestro hondo dolor.

Renunciar a la omnipotencia y saber pedir ayuda cuando nos damos cuenta de que necesitamos un faro que nos ayude a despejar nuestra oscuridad, es ser inteligente emocional. La terquedad y la resignación no nos llevan a ningún lugar de bien-estar. Necesitamos muchas veces “drenar” esa agua estancada con un terapeuta que oficie de estaca y vaya abriendo el camino que solo depende de cada uno transitar.

Dejarnos estar” es correr el riesgo de olvidar otras partes nuestras que han quedado sepultadas debajo de esa coraza oxidada. Una persona que se siente triste siempre, necesita aprender a sintonizar con sus partes alegres, animadas y más motivadas. Esas partes también nos pertenecen y ¡están! pero anestesiadas, esperando ser despertadas…

Darnos el permiso de estar bien es tomar la decisión de tratarnos bien. El aferramiento al sufrimiento inútil, muchas veces esconde una hostilidad dirigida hacia sí mismo. Cuando volvemos una y otra vez sobre lo mismo…miramos fotos viejas, hurgueteamos las heridas, nos decimos lo de siempre, nos auto-generamos e intensificamos nuestro pesar en lugar de re-actualizarnos y preguntarnos cómo queremos comenzar a estar. Dar por sentado que nos despertamos y nos acostamos tristes día tras día, es arriesgarse a que se pase la vida sin vivirla. Estar sumergidos eternamente en el dolor, es estar dormidos e impedidos para contemplar lo bello, lo que sí, lo vital, lo trascendente, lo armonioso, lo placentero, lo gracioso, lo atractivo, lo que es bienvenido y digno de ser agradecido.

La gratitud es una práctica de felicidad que necesita ser ejercitada para compensar y equilibrar este estado anímico polar. No es algo que necesariamente nos salga de manera “natural”, es mediante el ejercicio de la voluntad que nos disponemos a mirar con ojos contemplativos y corazón abierto a la sensibilidad. Hacer de esta práctica un hábito es ir balanceando lo que está desequilibrado y corrigiendo los vicios de nuestra percepción que solo destaca lo que ya no está, lo que falta, lo que no ha de ser o ha quedado a medio camino.

Así, el dolor no tiene que ser atacado, menos aún, amurallado, sino integrado a otras emociones y sentimientos superiores que ayudan a moderar lo que está exagerado y a flexibilizar lo que ha quedado perpetuado.

El dolor transitado con entereza, lejos de ser un impedimento es un recurso provechoso y muy valioso. Nos permite apreciar, valorar, volvernos “fácilmente felices” porque sabemos lo que es estar mal y sufrir la oscuridad, porque advertimos que no necesitamos nada más allá que nuestro bienestar emocional para estar en paz. Las condiciones externas se vuelven completamente accesorias cuando lo fundamental está armonizado y equilibrado. Esta salida saludable es posible cuando desde la toma de consciencia podemos discernir una emoción impermanente, de un culto y devoción que convierte al dolor en un sufrimiento inútil que nos arrebata toda ilusión.