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Cuando la palabra es un arma ​recargada

Por Corina Valdano

27 de mayo de 2017

Me gustaría hablarles de una de las armas más poderosas que tenemos los seres humanos. Una que se recarga fácilmente. Con la que podemos hacer el daño más terrible y silencioso y no ver derramar una gota de sangre. Esta invisibilidad hace que pensemos que sus efectos no son tan graves…pero que no sangre no quiere decir que no duela… Estoy hablando de: la palabra mal usada.

La palabra mal usada es aquella que se escapa de los labios, sin ningún tipo de filtro. Que es dicha en un momento poco oportuno, con una intensidad inapropiada, a una persona que no está preparada para escucharla (sea por su edad, su sensibilidad en un determinado momento, su circunstancia vital, etc.). A mí me gusta llamarla “la palabra que no construye”, que solo daña y destruye.

Hay personas que se jactan de ser “sinceras” y bajo una cualidad justifican lo que en realidad se trata de inmadurez emocional. No es sincera quien dice lo primero que piensa y siente, sin detenerse a reflexionar quien tiene en frente. Más bien se trata de una persona agresiva y con poco dominio personal. Trata con sus palabras y modos como si fuesen papas calientes en sus manos que necesita expulsar lo antes posible. ¿Conoces personas así? Resultan intimidantes, ¿verdad? Pero quizás esta lectura te ayude a tener una visión más clara del asunto. Y si esto te sucede a vos, quizás sea momento de tener una mirada más honesta hacia algo que seguro te ha traído más problemas que empoderamiento personal.

Un famoso proverbio chino dice:

"Hay tres cosas que nunca vuelven atrás: la palabra pronunciada, la flecha lanzada y la oportunidad perdida".

Esta impactante frase nos ayuda a tomar consciencia del poder de la palabra. Hay palabras que duelen y cavan muy hondo en nuestra sensibilidad. No son meras “formas de decir” para quien del otro lado las recibe y las valora desde sus propias heridas emocionales. Quien las enuncia, no necesariamente tiene una mala intención, sino ignorancia respecto del peso que tienen sus palabras. Comunicarse con inteligencia emocional no es decir lo que “sentimos” fruto de un arrebato emocional sino valorar a quien tenemos en frente y elegir las palabras más adecuadas para que el mensaje sea verdaderamente constructivo.

Y eso requiere una pregunta que no debemos obviar: ¿Quién está del otro lado? ¿Un niño no es lo mismo que un adulto? Aun siendo un adulto… ¿quiere recibir un consejo o solo nosotros queremos “escupir” lo que tenemos dentro? Eso es contemplar respeto hacia el otro y saber “pedir permiso” para ingresar a su privacidad, antes de otorgarnos la soberbia de creernos dueños de la verdad o conocedores de lo que el otro necesita.

Si delante nuestro tenemos la vulnerabilidad de un niño…la palabra puede ser tremendamente sana o terriblemente dilapidaría.

Si a un niño lo retamos y le decimos que es torpe, y que no aprende más…Crecerá con esta frase como sentencia de vida, más aún si quienes pronuncian esas palabras son sus padres, a quienes les confiere autoridad absoluta. Ni siquiera se lo cuestionará, será verdad para él.

Si a una niña le decimos que es mala y se quedará sola…Esa niña crecerá sintiendo que es defectuosa y merecedora de castigo por los daños que ocasionó. Si quienes lo afirman son sus cuidadores, por supuesto así será y se convertirá en una profecía auto-cumplida porque lo que se toma por verdad necesita ser reconfirmado. No será casualidad o fruto del azar que esta niña de grande elija vínculos que la abandonen para confirmar esa sentencia infantil que tuvo tanto impacto emocional de pequeña y sigue operando desde su inconsciente.

Este texto es una invitación a tratar con las palabras como recursos poderosos que debemos saber administrar y gestionar con absoluta prudencia. Si así lo hacemos seremos adultos emocionales responsables y nos comunicaremos empatizando con los demás.

En el Budismo Tibetano, se dice que “todo el tiempo estamos lanzando flechas”. Hasta que uno aprende a ser responsable de sí o bien se convierte en un buen “arquero”.

Tomemos esta metáfora oriental y equiparemos las flechas con las palabras que disparamos sin mediar reflexión. Podemos lanzar flechas al aire desde la inconsciencia y la irresponsabilidad. O bien, convertirnos en arqueros entrenados apuntando en el lugar preciso y con la intensidad adecuada sabiendo el efecto que pretendemos provocar.

Hasta lograr ser buenos arqueros, podemos ir transitando otros pasos intermedios en “el trabajo sobre sí” acerca del arte del buen decir…

Ahora bien, si la flecha ya fue lanzada y la palabra pronunciada no vuelve atrás… ¿Qué podemos hacer?

Tres cosas son posibles hasta que aprendamos a lanzar flechas con plena consciencia:

1)- Frenar las flechas lanzadas: desde el reconocimiento del propio impulso, tener la valentía y honestidad para saber reconocer a tiempo que uno se ha equivocado. “Que ha errado el tiro”. Aquí, el daño está hecho pero las disculpas pueden facilitar que la herida deje de sangrar. Es grandeza y reconocerse humano, asumir la debilidad y la torpeza.

2)- Disminuir el impacto: esto sería algo así como a la punta de la flecha filosa que fue lanzada ponerle una “almohadilla” para que no resulte tan hiriente el impacto. Se trata de medir la intensidad, reconsiderar el modo, corregir lo grosero.

3)- Lanzar nuevas flechas: cuando no se puede hacer nada para frenar las flechas que desde la inconsciencia fueron lanzadas, podemos sí: lanzar nuevas flechas desde la plena consciencia que compensen y reparen el menoscabo. Desde la lucidez, el buen arquero talla y pone sus flechas rectas buscando el efecto adecuado, con un objetivo preciso.

Considero que toda persona que se dispone a trabajar el “Arte del Buen decir” debe preguntarse antes de lanzar sus flechas:

Lo que voy a decir... ¿Aporta? ¿Construye?

Lo que voy a decir... ¿Persigue un buen propósito?

Lo que voy a decir... ¿Tiene consecuencias? ¿Cuáles?

Decir o no decir. Aprender a ser Asertivo.

No se trata de decir o no decir sino “desde dónde decir lo que quiero decir”.

Como estrategia de comunicación hay un punto intermedio entre la pasividad y la agresividad donde podemos posicionarnos. Este punto justo en psicología se llama: “Asertividad”. Una persona asertiva es aquella que no agrede ni se somete pasivamente a la voluntad de otros. Que sabe defender sus derechos con determinación sin recurrir a actos y palabras violentas. El poder de su palabra no está en la fuerza sino en la determinación y la coherencia. Manifiesta sus convicciones y respeta las de los demás sin imponerse. La Asertividad es una forma de expresión consciente, congruente, directa y equilibrada sin la intención de herir o perjudicar. La persona asertiva posee autoconfianza y no se deja arrastrar por los torbellinos emocionales del momento. Busca su centro y se expresa una vez pasadas las emociones transitorias.

Una persona asertiva: Elije qué, cómo, cuándo y a quién decir.

Muchas personas tienen cosas válidas que decir, pero al no saber tratar con el “cómo”, desvirtúan el “qué”. La forma es igual de importante que el contenido del mensaje. El “cómo” digo lo que tengo para decir, hace que quién esté del otro lado se disponga y esté receptivo o, por el contrario, se niegue y rechace a su interlocutor, ni bien asoma su ruda expresión.

También creo importante señalar que no necesariamente todo tiene que ser dicho, aunque sí sea saludable que sea reconocido ante uno mismo, puedo tomar conciencia de algo y conservarlo conmigo, eso no es reprimir: eso es “ser reservado”. Importante capital y bien preciado por estos días en donde todo llega a todos y no siempre de la manera original. Como seres sociales que somos a veces se nos olvida que hay un terreno personal que se llama “intimidad” y que debe ser valorado y tenido en cuenta. Nuestra tendencia social nos hace sentir que, si no compartimos con alguien “algo”, no existe. De aquí nace el chisme, el comentario sinsentido, las palabras vacías... Seguro te ha pasado alguna vez que te sucede algo y que antes de recurrir a vos y buscar resolverlo, llamas a alguien para contárselo… ¡como si eso fuese primordial! Pero y eso ¿qué? Son meros actos mecánicos inconscientes. Una cosa es elegir compartir con alguien un sentir o vivencia propia, otra cosa es que antes de hacerlo propio, sea primero ajeno.

Puedo darme cuenta o enterarme algo de alguien y decidir atesorarlo para mí…Elegir no seguir el trencito al que todos se suben y opinan, sugieren, critican, omiten y agregan…Esto no es ni buen decir, ni mal decir, es decir sin más…que como tal no aporta y por lo tanto no suma.

Una persona que trata sus palabras como valiosas, escoge y honra lo que dice, no las malgasta. Por el contrario, las invierte en fines más valiosos…No son pocas las personas que hablan de los que no están, para no hablar de los que están y cómo están…Parece un juego de palabras, pero creo que es un asunto para tomarse en serio.

Usar palabras significativas, tener diálogos interesantes, profundizar los encuentros con conversaciones nutritivas, es hacer de la palabra el medio más valioso para acercarnos. También los silencios justos, en el momento preciso y cuando ya no hay nada por agregar, son saludable y comunican más que mil palabras vueltas a decir.

Te propongo que cada vez que de tus labios salga un sonido, que sea con consciencia…Y que, si el instrumento de tu voz requiere afinación, mejor reservarlo y ponerlo en condiciones para que cuando suene...sea un placer al oído de los demás o resulte digno cuando quieres tratar un tema sensible con alguien.

Para concluir, te dejo meditando con una enseñanza de Mahatma Gandhi oportuna para ser traída en esta ocasión. Ojalá la tengas presente cada vez que, como buen arquero, selecciones tus flechas y decidas lanzarlas...

“Vigila tus pensamientos, pues se convertirán en tus palabras. Vigila tus palabras, se convertirán en tus actos. Vigila tus actos, se convertirán en tus hábitos. Vigila tus hábitos, porque serán tu carácter. Vigila tu carácter, porque será tu destino”.

Psicóloga Corina Valdano.

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